Éste es el primer capítulo de un relato que estoy escribiendo titulado Un mensaje del tiempo.
El crujido de los escalones a cada paso que daba se volvía más profundo. Antaño no habría ocurrido algo como aquello, habría caminado por la madera firme y tersa y el único sonido que se hubiera percibido sería el de sus propios zapatos colisionando contra el suelo. Ahora en cambio le perseguía el eco del tiempo.
El sitio estaba poco iluminado y había muchas probabilidades de tropezarse con algo que, en circunstancias normales, nunca nadie habría imaginado encontrar allí, tirado en medio de la nada. Para llegar al final de la estancia se hacía necesario atravesar un sin fin de trastos inútiles que los años habían ido apilando en un cierto orden irregular. Esto entorpeció algo más la tarea que llevaba en mente.
Empleó casi una hora en hacer un pasillo lo suficientemente grande como para que pasara una persona de una envergadura normal pero finalmente alcanzó el arcón que se encontraba en el extremo más lejano de la habitación iluminado por la tenue luz de la luna que se filtraba por una de las claraboyas rotas. De entre toda la oscuridad que reinaba en el cuarto, aquel pequeño rayo de luz hacía del baúl un instrumento cuasi divino, como si fuera el elegido y estuviera esperando a su dueño. Bueno, hasta cierto punto podría decirse que así era, pero lamentablemente, eso no le otorgaba ningún valor adicional. No podía llevarse el contenido entero del arcón, así que debería elegir una sola cosa, algo con lo que pudiera cargar, e irse lo antes posible.
Sopló con todas sus fuerzas la tapa, con tan mala fortuna, que el polvo se le metió en los ojos privándole de la vista durante todo el rato en que tuvo que limpiarse las lágrimas. Con la visión todavía algo borrosa, lo abrió y permaneció unos segundos contemplando el tesoro que acaba de encontrar: ropas viejas, una gran cantidad de manuscritos inocuos, algún juguete que otro, un par de fotografías antiguas y una pequeña cajita con un lazo negro. Tomó en sus manos uno de los vestidos que se encontraban en la parte superior y lo escrutó con la mirada. Debía ser de principios del siglo veinte, la tela era de una calidad bastante buena y salvo por la tonalidad amarillenta que había adquirido con el paso del tiempo y la acción de la humedad, parecía estar en perfecto estado. Lo hizo a un lado y continuó sacando las cosas.
Dejó unos cuantos folios y recortes de periódico encima del vestido y se detuvo un poco más en un conjunto de cartas atadas con un cordel. Siempre le habían enseñado que leer la correspondencia de otras personas, aún cuando se tratara de mera publicidad, era algo descortés; pero ya que nadie estaba mirando, no había ningún problema. Desenvolvió el paquete y ojeó rápidamente las cartas. La mayoría de ellas estaban escritas con una caligrafía exquisita, típica de niña de colegio de monjas, redonda y lineal y las firmaba una mujer llamada “Aurora”. A medida que la fecha se hacía más reciente, las letras de la mujer se volvían menos precisas y elegantes. La última de las cartas estaba firmada por un abogado llamado José María Oláez informando de la defunción de la señora Aurora Velázquez hacía ya diez años.
Había perdido bastante tiempo y en el fondo sabía que sólo tenía que coger la cajita con el lazo negro y largarse. Había imaginado desde el primer momento lo que encontraría dentro así que no sería un gran problema. No se molestó en volver a guardar las cosas en su sitio o en dejar todo como lo encontró, ahora eso ya daba igual.
Amarró la caja y salió de allí sin mirar una sola vez atrás, le bastaba con escuchar la madera crujir bajo sus pies. Ese sería su primer y último recuerdo de aquel lugar.
A la salida esperaba un hombre completamente trajeado con cara de pocos amigos. Probablemente estaría molesto por haber tenido que dejar su casa y el calor de su cama en plena madrugada por motivos de trabajo, algo de lo que normalmente, no se preocupaba lo más mínimo una vez que salía por la puerta de su oficina.
- Espero que haya encontrado usted lo que quería, señorita De la Cruz – masculló de manera que era imposible discernir si aquello era un deseo sincero o una amenaza.
La joven no contestó, tan sólo señaló la pequeña cajita y sonrió.
- Cuando me llamó pensé que no conseguiría llegar a tiempo antes de la demolición, pero parece que ha tenido usted mucha suerte – comentó el hombre casualmente – lo cierto es que me hubiera apenado no poder ayudarla después de tanto tiempo que lleva trabajando mi familia con la suya. Sus asuntos son casi los nuestros propios.
La joven no había creído ni una sola de las palabras del abogado pero juzgó más conveniente continuar sonriendo y dar las gracias. Se despidió de él hasta el día siguiente y puso rumbo a su hotel. Por nada del mundo deseaba quedarse a ver la demolición de aquel viejo edificio.
Nada más llegar a su habitación lanzó las deportivas una a cada punta del cuarto y se tiró sobre la cama arrugando totalmente la colcha. Se dio la vuelta y permaneció un buen rato mirando al techo. Intentaba no pensar en nada, pero las imágenes venían a su mente sin historia, como si se tratara de un álbum de fotos, simples retratos que pasaban por delante de sus ojos y de los que no quedaba rastro después. No importaba si cerraba o no los ojos, las fotografías la perseguían. Prefería no imaginarse qué clase de sueños tendría aquella noche así que decidió comprobar que la cajita realmente contenía lo que ella pensaba.
Desató con cuidado el lazo que la rodeaba. Estaba vez tuvo algo más de precaución y pasó una de las toallas del hotel humedecidas para limpiar la tapa antes de abrirla. Se acobardó por un segundo pensando que podría haber cometido un error y que ya no había forma humana de arreglarlo, respiró hondo una sola vez y la abrió.
Allí estaba. Tal y como ella había predicho (un poco temerariamente, para qué negarlo). Era una pieza de orfebrería exquisita, uno de los relojes de bolsillo más bonitos que ella había visto. También es cierto que no había visto muchos, de hecho, su conocimiento se reducía a los que salían en las películas y series; pero aquel reloj le pareció el más hermoso de toda España. Lo sostuvo entre las manos y acarició los grabados con las yemas de los dedos tanteando sus dibujos. ¿Qué valor tendría en el mercado? Le picaba la curiosidad aunque estaba convencida de que no sería gran cosa, quizá su único valor fuera su antigüedad.
Lo observó más de cerca y comprobó que en la parte trasera estaban grabadas las iniciales D. S. pertenecientes a su bisabuelo. El reloj había sido suyo, posteriormente de su abuelo y en algún momento de esa cadena familiar debería haber pasado a su madre, Sofía, pero esto nunca ocurrió. Su abuelo no se tomó demasiado bien que se quedara embarazada con diecisiete años y la echó de casa obligándola además a rechazar el apellido familiar. Durante quince años, sólo supo algo de su antigua familia por las cartas que le enviaba a escondidas su madre, la abuela Aurora. También fue ella la que se encargó de que su madre recibiera el reloj tras la muerte del patriarca.
La muchacha bostezó y al desperezarse arrojó sin querer la cajita al suelo. Todavía con el reloj en la mano, se agachó a recogerla. La almohadilla aterciopelada en la que descansaba antes de haberlo sacado había rodado un metro por el suelo y la cajita yacía desnuda en medio de una habitación extraña. Parecía que había algo en el fondo de la caja. Era una nota doblada en cuyo borde se podían leer las palabras “Para Claudia”.