Capítulo 1: La caja

viernes, 31 de diciembre de 2010

Éste es el primer capítulo de un relato que estoy escribiendo titulado Un mensaje del tiempo.

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El crujido de los escalones a cada paso que daba se volvía más profundo. Antaño no habría ocurrido algo como aquello, habría caminado por la madera firme y tersa y el único sonido que se hubiera percibido sería el de sus propios zapatos colisionando contra el suelo. Ahora en cambio le perseguía el eco del tiempo.

El sitio estaba poco iluminado y había muchas probabilidades de tropezarse con algo que, en circunstancias normales, nunca nadie habría imaginado encontrar allí, tirado en medio de la nada. Para llegar al final de la estancia se hacía necesario atravesar un sin fin de trastos inútiles que los años habían ido apilando en un cierto orden irregular. Esto entorpeció algo más la tarea que llevaba en mente.

Empleó casi una hora en hacer un pasillo lo suficientemente grande como para que pasara una persona de una envergadura normal pero finalmente alcanzó el arcón que se encontraba en el extremo más lejano de la habitación iluminado por la tenue luz de la luna que se filtraba por una de las claraboyas rotas. De entre toda la oscuridad que reinaba en el cuarto, aquel pequeño rayo de luz hacía del baúl un instrumento cuasi divino, como si fuera el elegido y estuviera esperando a su dueño. Bueno, hasta cierto punto podría decirse que así era, pero lamentablemente, eso no le otorgaba ningún valor adicional. No podía llevarse el contenido entero del arcón, así que debería elegir una sola cosa, algo con lo que pudiera cargar, e irse lo antes posible.

Sopló con todas sus fuerzas la tapa, con tan mala fortuna, que el polvo se le metió en los ojos privándole de la vista durante todo el rato en que tuvo que limpiarse las lágrimas. Con la visión todavía algo borrosa, lo abrió y permaneció unos segundos contemplando el tesoro que acaba de encontrar: ropas viejas, una gran cantidad de manuscritos inocuos, algún juguete que otro, un par de fotografías antiguas y una pequeña cajita con un lazo negro. Tomó en sus manos uno de los vestidos que se encontraban en la parte superior y lo escrutó con la mirada. Debía ser de principios del siglo veinte, la tela era de una calidad bastante buena y salvo por la tonalidad amarillenta que había adquirido con el paso del tiempo y la acción de la humedad, parecía estar en perfecto estado. Lo hizo a un lado y continuó sacando las cosas.

Dejó unos cuantos folios y recortes de periódico encima del vestido y se detuvo un poco más en un conjunto de cartas atadas con un cordel. Siempre le habían enseñado que leer la correspondencia de otras personas, aún cuando se tratara de mera publicidad, era algo descortés; pero ya que nadie estaba mirando, no había ningún problema. Desenvolvió el paquete y ojeó rápidamente las cartas. La mayoría de ellas estaban escritas con una caligrafía exquisita, típica de niña de colegio de monjas, redonda y lineal y las firmaba una mujer llamada “Aurora”. A medida que la fecha se hacía más reciente, las letras de la mujer se volvían menos precisas y elegantes. La última de las cartas estaba firmada por un abogado llamado José María Oláez informando de la defunción de la señora Aurora Velázquez hacía ya diez años.

Había perdido bastante tiempo y en el fondo sabía que sólo tenía que coger la cajita con el lazo negro y largarse. Había imaginado desde el primer momento lo que encontraría dentro así que no sería un gran problema. No se molestó en volver a guardar las cosas en su sitio o en dejar todo como lo encontró, ahora eso ya daba igual.

Amarró la caja y salió de allí sin mirar una sola vez atrás, le bastaba con escuchar la madera crujir bajo sus pies. Ese sería su primer y último recuerdo de aquel lugar.

A la salida esperaba un hombre completamente trajeado con cara de pocos amigos. Probablemente estaría molesto por haber tenido que dejar su casa y el calor de su cama en plena madrugada por motivos de trabajo, algo de lo que normalmente, no se preocupaba lo más mínimo una vez que salía por la puerta de su oficina.

- Espero que haya encontrado usted lo que quería, señorita De la Cruz – masculló de manera que era imposible discernir si aquello era un deseo sincero o una amenaza.

La joven no contestó, tan sólo señaló la pequeña cajita y sonrió.

- Cuando me llamó pensé que no conseguiría llegar a tiempo antes de la demolición, pero parece que ha tenido usted mucha suerte – comentó el hombre casualmente – lo cierto es que me hubiera apenado no poder ayudarla después de tanto tiempo que lleva trabajando mi familia con la suya. Sus asuntos son casi los nuestros propios.

La joven no había creído ni una sola de las palabras del abogado pero juzgó más conveniente continuar sonriendo y dar las gracias. Se despidió de él hasta el día siguiente y puso rumbo a su hotel. Por nada del mundo deseaba quedarse a ver la demolición de aquel viejo edificio.

Nada más llegar a su habitación lanzó las deportivas una a cada punta del cuarto y se tiró sobre la cama arrugando totalmente la colcha. Se dio la vuelta y permaneció un buen rato mirando al techo. Intentaba no pensar en nada, pero las imágenes venían a su mente sin historia, como si se tratara de un álbum de fotos, simples retratos que pasaban por delante de sus ojos y de los que no quedaba rastro después. No importaba si cerraba o no los ojos, las fotografías la perseguían. Prefería no imaginarse qué clase de sueños tendría aquella noche así que decidió comprobar que la cajita realmente contenía lo que ella pensaba.

Desató con cuidado el lazo que la rodeaba. Estaba vez tuvo algo más de precaución y pasó una de las toallas del hotel humedecidas para limpiar la tapa antes de abrirla. Se acobardó por un segundo pensando que podría haber cometido un error y que ya no había forma humana de arreglarlo, respiró hondo una sola vez y la abrió.

Allí estaba. Tal y como ella había predicho (un poco temerariamente, para qué negarlo). Era una pieza de orfebrería exquisita, uno de los relojes de bolsillo más bonitos que ella había visto. También es cierto que no había visto muchos, de hecho, su conocimiento se reducía a los que salían en las películas y series; pero aquel reloj le pareció el más hermoso de toda España. Lo sostuvo entre las manos y acarició los grabados con las yemas de los dedos tanteando sus dibujos. ¿Qué valor tendría en el mercado? Le picaba la curiosidad aunque estaba convencida de que no sería gran cosa, quizá su único valor fuera su antigüedad.

Lo observó más de cerca y comprobó que en la parte trasera estaban grabadas las iniciales D. S. pertenecientes a su bisabuelo. El reloj había sido suyo, posteriormente de su abuelo y en algún momento de esa cadena familiar debería haber pasado a su madre, Sofía, pero esto nunca ocurrió. Su abuelo no se tomó demasiado bien que se quedara embarazada con diecisiete años y la echó de casa obligándola además a rechazar el apellido familiar. Durante quince años, sólo supo algo de su antigua familia por las cartas que le enviaba a escondidas su madre, la abuela Aurora. También fue ella la que se encargó de que su madre recibiera el reloj tras la muerte del patriarca.

La muchacha bostezó y al desperezarse arrojó sin querer la cajita al suelo. Todavía con el reloj en la mano, se agachó a recogerla. La almohadilla aterciopelada en la que descansaba antes de haberlo sacado había rodado un metro por el suelo y la cajita yacía desnuda en medio de una habitación extraña. Parecía que había algo en el fondo de la caja. Era una nota doblada en cuyo borde se podían leer las palabras “Para Claudia”.

Vuelta a casa.

domingo, 20 de junio de 2010


Despacito, muy despacio… El tren comenzó a andar dirigiéndose a alguno de sus destinos. Estaba tan acostumbrada que viajar y respirar ya eran casi una misma cosa. Me dolía un poco el brazo, pensaba mientras me masajeaba el músculo en un intento inútil de arreglarlo. Seguro que me había hecho daño al trepar los escalones que separaban el simple suelo de los mortales de la sucia entrada del vagón número once. Los había contado, sólo eran tres. ¿Por qué entonces me parecía que estaba escalando el Everest? Además, cualquier error de cálculo amenazaba con terminar la sesión con tu maleta en las vías dado que había una buena distancia entre el coche y el andén. Respire hondo y meneé la cabeza pensando en Renfe como la madre que ve que su hijo acaba de llegar con la camiseta cubierta de chocolate y una sonrisa de payaso marrón.
Unos cuantos asientos por detrás dos chicas conversaban animadamente de modo que todo el vagón pudiera enterarse de su vida privada. Decidí darles algo de intimidad y me puse los cascos.
En ese momento, se sentó a mi lado un cenicero y me saludó. Le devolví una sonrisa cordial ligeramente forzada y continué marcando el ritmo de la canción con los dedos sobre mi rodilla. Era un cenicero educado y no volvió a molestarme en todo el viaje.
Si hay una cualidad que tienen los trenes, ésta es la de conseguir que una actividad que podrías desempeñar durante horas en tu casa, dentro del tren te aburra en menos de treinta minutos. Esto me llevó a dejar mi música durante un rato y coger un libro. Hoy tocaba… ¡oh, bien! Un clásico. Sonreí para mis adentros y acaricié las tapas… Cumbres borrascosas.
Perdí la noción del tiempo y el espacio durante un buen rato, pero por desgracia, los baches no pasan en balde y acabé mareándome.
Dejé de nuevo el libro a un lado y retomé mi música mientras miraba por la ventana.
Verde, oro, otro verde, marrón, otro verde más, de nuevo oro… Los campos de trigo balanceándose con el viento se me antojaron olas del mar que pasaba demasiado rápidas como para poder prenderme de ellas.
Y así, sin estar aún preparada, llegué a mi destino. Según salía del vagón, eché un último vistazo a mis compañeros de viaje. Las chicas chismosas se habían dormido, el señor de la quinta fila buscaba el tesoro perdido de América en su nariz, el cenicero me hacía un gesto de despedida, la mujer de la chaqueta morada me miraba sin parpadear,… Bon voyage, mes amis!

Explosión

domingo, 11 de abril de 2010



Principio. Miedo. Rabia. Ira. Risa. Tiempo. Lloro. Grito. Sangro. Duele. Siento. Pienso. Tecleo. Grito. Lloro. Arranco. Ira. Débil. Sola. Tú. Yo. Ayer. Mañana. Futuro. Tormenta. Puerta. Miedo. Soledad. Angustia. Miedo. Cielo. Corazón. Pasado. Ventana. Camino. Verde. Azul. Dudas. Amarillo. Miedo. Rojo. Mentiras. Negro. Morado. Miedo. Quimera. Sonrío. Fuego. Comienzo. Manos. Alegría. Terciopelo. Presencia. Despierto. Miedo. Amor. Tacto. Piel. Sentidos. Dicha. Sueño. Miedo. Final. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio… BIG BANG.

La llamada

lunes, 5 de abril de 2010

Image: Silence:con't by Rosagia --> http://rosagia.deviantart.com/art/silence-con-t-114138345



Cogí el teléfono y volví a llamarte. Tan sólo quería oír tu voz. Sentir que las cosas no habían cambiado aunque nada fuera como antes.
Hace unos días que te fuiste de casa y el mundo parece haber dado una vuelta drástica y haber cambiado de rumbo hacia una nueva galaxia.
Tenía que haber seguido tu consejo, aceptar aquel billete y haber cogido el maldito vuelo contigo escapando de la realidad, de mi vida y de las responsabilidades. Pero me pudo más el miedo que el amor. O quizá es que no te amaba tanto como yo pensaba.
Pero me descubro a mí misma recorriendo cada recoveco de nuestro dormitorio, intuyendo tu forma en el otro lado de la cama y buscando resquicios de tu esencia en el aire. Quizá sí te quería tanto como yo pensaba.
Y ayer llamaron preguntando por ti y les tuve que decir que no estabas. No me atreví a decir nada más. Tenía que haber aceptado el billete y ahora estaría contigo y no encerrada en un mundo de ensimismamiento perpetuo bajo el yugo del reloj.
"El teléfono marcado no existe, por favor intente…" Es la misma cantinela cada vez que ruego por escuchar tus palabras.
Sí, definitivamente tendría que haber volado contigo. Y ahora yo, también estaría muerta en las profundidades del océano.


[Escrito el 2 de Febrero del 2008 para Myspace]

La Reina de Barro

sábado, 3 de abril de 2010


Marta… Martaaa…. ¡MARTA!

Abrí los ojos lentamente como si me fuera la vida en ello. ¿Qué narices pasaba? ¿Era necesario despertarme así? Mis amigos seguían hablando atropelladamente pero no era capaz de captar las ideas. Aún estaba medio dormida.
Conseguí entender algo como “si no te das prisa, te dejamos aquí” Me desperecé y fui al baño a lavarme la cara. No me gustó demasiado la imagen que me devolvió el espejo de la habitación del hotel pero no tenía mucho tiempo. El rodaje había acabado hace un par de días y la producción nos había permitido quedarnos en aquel pueblecito hasta la premiere así que apenas me quedaba un momento para conocer los alrededores.
Era una villa encantadora. Las cuestas de adoquines interminables, las gentes risueñas y despreocupadas, los magníficos parajes que la envolvían,… Pero si algo sobresalía por encima de todas esas cosas, era el laberinto. Se encontraba a las afueras, más allá de la muralla y abarcaba un extenso espacio de las tierras de aquel municipio. Él era la principal razón por la que se había decidido grabar la película en un lugar tan perdido de la mano de Dios.
El laberinto era un enorme jardín lleno de flores, plantas y hermosas fuentes. En su centro se encontraba el Lago de Hielo. Era conocido así por sus gentes debido al color azulado blanquecino de sus aguas lo cual era bastante extraño para una fosa de aguas estancadas. Nadie sabía cómo ni por qué, pero siempre se mantenía limpia.
Corrían tantos rumores y leyendas acerca de los orígenes de aquel jardín que su verdadera historia se había perdido hacía ya muchos años, pero la más bonita de todas las historias era la de Naieria, la niña duende que servía de guinda al lago. Su imagen presidía aquellas hermosas y frías aguas en la figura de una estatua infantil de sorprendente calidez humana.
Tardé más de una hora en llegar hasta el eje del laberinto aún llevando conmigo el mapa. Mis amigos habían cumplido su amenaza y habían salido mucho antes que yo del hotel de modo que no tenía ni idea de dónde podrían estar. En el fondo era hasta de agradecer, nunca venía mal un poco de soledad. Además, aquella mañana parecía que los turistas habían decidido visitar otro sitio todos al mismo tiempo, porque no había ni un alma alrededor del lago.
Curioseé un rato por los bordes jugueteando con el agua, dejando que el frío penetrara en mi piel y después permitiendo que el viento de verano me ayudara a recuperar su temperatura original. No soy capaz de calcular cuánto tiempo pasé dedicándome a este juego pero cuando me quise dar cuenta, el sol ya miraba fíjamente a Naieria y hacía relucir sus cabellos de platino bajo la piedra.
Desde luego que aquella era una estatua bellísima, era condenadamente difícil apartar los ojos de ella y no sentirte mal después. Una pequeña droga con ojos vacíos.
Me acerqué a ella y traspasé el cordón de seguridad que la separaba de los curiosos descuidados como yo. Me agaché y la observé en cuclillas silenciosamente desde el suelo. Hubiera dado lo que fuera por saber quién realizó tal obra maestra; realmente parecía una expresión humana.
Inconscientemente, alargué la mano y rocé la mejilla de la niña. Un contacto duro y vacilante correspondió a mi caricia y un rostro angelical sonrió frente a mí.
No, no estoy loca y no, no me asusté. ¿Acaso aquello no era lo más normal del mundo?


- Hola, Naieria – saludé dulcemente.
- Gracias por venir a verme – respondió con sencillez.
- ¿Eres tú la que mantiene estas aguas limpias?
- Esta es mi tumba, esas son mis flores y el lago es mi epitafio. Es lógico que desee que esté limpio – comentó con un tono de voz infantiloide.
Me senté a su lado y no volví a abrir la boca. La niña comenzó a narrar su historia.

"Mi madre era hermosa, Marta. Muy hermosa. O al menos yo la veía así. Siempre me cuidaba y arrullaba al dormir a pesar de las muchas preocupaciones que la incomodaban. De todas ellas, yo era la más grande. Mi seguridad era su pesadilla.
¡Oh, Marta! Yo no la culpo de nada, ella hacía todo por mi bien.
Aquella noche los hechiceros volvieron a sobrevolar los cielos buscándome. No te diré para qué me querían porque es demasiado horrible, pero mi madre lo sabía y su obsesión era protegerme.
Desperada, me llevó al interior del bosque hasta que encontramos un barrizal. No parecía demasiado profundo y ella decidió que ése sería mi escondrijo. “Naieria”, me dijo, “coge mucho aire, aguanta la respiración y en cuanto haya pasado por encima de nosotras y ya no te sientan, te sacaré”. Hice tal y como mi querida madre me dijo. Me tomó en brazos y me introdujo en el barro.
Mi cuerpo se fue hundiendo más y más sin que yo pudiera hacer nada. Apenas pasaron unos segundos, pero fueron suficientes para que los brazos de mi madre ya no fueran capaces de alcanzarme.
La vida se me iba escapando y no pude más que aferrar mi alma al fango y esperar que él cuidara de mí de ahora en delante.
Mi madre nunca se perdonó a sí misma y mandó construir este jardín y este lago. Aguas limpias y puras que eliminaran el sucio barro de mis entrañas. "


Vi sus rostros. El de Naieria desapareciendo en el lodo y el de su madre desencajado de dolor al no poder alcanzarla. No. No podía permitir que se estrenara una película contando esa historia. Les pertenecía sólo a ellas.

La Senda de los Carmesíes 1ª parte

miércoles, 31 de marzo de 2010

Image: Angel Tears by Zindy : http://zindy.deviantart.com/art/Angel-Tears-119250172 Please, visitir her wonderful gallery :)


Bosques de Nimbahgh, Quinto día de la Tercera Luna del Año 475 (3 después de la Gran Colisión)

El hombre corría tan rápido como sus temblorosas piernas le permitían intentando huir sin mucha esperanza. Tenía el rostro desencajado por el miedo y la certeza de que no volvería a ver la luz de un nuevo día. Estuvo a punto de chocar con varios árboles en su afán de mirar hacia atrás y comprobar la distancia que había ganado. Hubiera ido más rápido volando sin duda, pero del lugar donde antes habían estado dos esplendorosas alas ahora pendían unas extrañas malformaciones ensangrentadas.
Una violenta ráfaga de viento le desequilibró y cayó al suelo, arañó la tierra mojada con las manos en un último intento desesperado de ponerse en pie pero, sin haber tenido tan siquiera tiempo para reaccionar, ante su mirada apareció una joven alada.
Sonreía de una extraña manera: quizá con superioridad, quizá como aquellos que saben qué camino tomarán las cosas. Lo único que parecía seguro es que aquella sonrisa de espíritu tan maquiavélico desentonaba completamente con el precioso rostro de muñeca angelical que lo enmarcaba. No aparentaba mucho más de los quince años de edad de un humano.
- ¿Intentabas huir, querido amigo? – inquirió con su aterciopelada voz.
El hombre apenas balbuceó unas ininteligibles palabras y miraba con terror a la joven criatura que sonreía frente a él. Por fin, hizo acopio de valor y consiguió pedir clemencia.
- Ter...termina ya, por favor.
- Eres realmente educado- alabó mientras jugueteaba con una de las colas de su imponente látigo- pero me has decepcionado. No pensé que te arrepintieses de ser lo que eres, me he sentido insultada.
Ante la desesperación del hombre, la muchacha dulcificó su expresión.
- Está bien. Cumpliré tu deseo. Quieres volver, ¿no? Volverás por el camino rápido.- se agachó para tomar su barbilla y levantarla hacia ella- ¿No eres feliz? Lo haré sólo por ti.
Se acerco al hombre, le besó suavemente en los labios y seguidamente le partió en dos de un latigazo.
La joven lanzó un suspiro y miró los restos del cadáver con asco.
- ¡Qué mala es la lujuria! La próxima vez que metas a una chiquilla en tu cama, cuídate de quién sea, escoria.
Sherenni replegó sus alas y emprendió el camino de regreso hacia a Tiriandil.

La muchacha sabía que en algún momento de su existencia había tenido emociones humanas pero no era capaz de recordarlas. Tuvo una madre y un padre, un hogar y una vida por delante; no obstante, todo ello había acabado hacía ya mucho tiempo y su esencia se había detenido dejándole aquel recipiente de su alma en forma de niña inocente que tan útil le había sido en incontables ocasiones. Pero Sherenni no era nada cercano a la inocencia, si pudiera verse a través de su alma todo estaría teñido con el rojo de la sangre de las víctimas que su látigo había segado, no se veía a sí misma capaz de llevar la cuenta desde hacía ya varios años. “Doce mil quinientos siete, doce mil quinientos ocho, doce mil quinientos nueve…” Iba contando mentalmente.
El último encargo era un caso bastante rutinario en el que debía de desacerse de un Exiliado del Séptimo Nivel que se dedicaba a sorprender a jovencitas, drogarlas y llevárselas a donde no pudieran molestarlos. Un cerdo como otro cualquiera.
Teóricamente, el asesinato era algo contrario a su raza y a su especie. Los ángeles debían de ser criaturas puras, etéreas y buenas por naturaleza pero había quedado demostrado que la teoría y la práctica a menudo discrepan en algo más que en la terminología.
De ahí había nacido la orden de renegados de La Senda Carmesí, conocidos popularmente como los Carmesíes. Estos se dedicaban a expiar los pecados de los ángeles malditos que habían escapado de Arabot, el Séptimo Nivel celeste, tras la Gran Colisión. Dado que aquella era una actividad violenta, también ellos habían sido expulsados del reino. Con el tiempo, otras razas de Nahmir se les habían unido y habían acabado por convertirse en uno de los grupos terroristas más temidos de su mundo y, de entre toda esa maraña de asesinos sin piedad, ella era la más letal.
Alguna vez cuando salía del gran salón de reuniones donde debía dar cuenta de sus misiones había podido escuchar la palabra “mestiza” refiriéndose a ella. En otras circunstancias habría segado la cabeza del responsable sin ningún miramiento, pero no estaba muy bien visto que fuera asesinando a sus jefes. Ellos no eran rival, pero Sherenni era lista y no tenía gana alguna de ponerse las cosas más difíciles. Aún eso, aquel apelativo despectivo conseguía que perdiera la calma y se le acelerara el pulso, lo más cercano a una emoción que podía concebir. ¿Acaso intentaban decir que era débil o indigna por ser semihumana?
Definitivamente, nunca podrían igualarse a ella.


Comienzo

jueves, 23 de abril de 2009

Otra vez un desierto. ¿Qué hacía yo de nuevo aquí?
Tenía tanta sed… Sólo podía pensar en una botella de agua y el líquido derramándose por mi garganta. Qué extraña sensación, me abrasaba pero me alentaba a continuar.
Esta vez nadie vendría a salvarme.
No atisbo a reconocer el rostro que aparece en mi cabeza. Alguien que me habla. Me dice que me lo he buscado. Pero yo no tengo la culpa de estar allí. Simplemente he estado siempre en este lugar. ¿O no? Quizá antes pertenecía a otra sociedad. Puede que no sea lo que siempre he pensado que soy.
¿Has vivido alguna vez uno de esos momentos en los que sabes que algo ha acabado definitivamente? Siempre hay alguien que te dice “tranquila, que seguro que se arregla” Pero tú sabes que no, porque has dicho todo lo que tenías que decir y has escuchado todo lo que eras capaz de escuchar y llevas impregnada la marca de un final inminente.
Vives gritando que deseas que llegue esta circunstancia y cuando llega, te deja vacía. No importa quién eres y lo mucho que has defendido tus principios. Sólo importa que ahora estás sola.
Sola.
En un alarde de egoísmo te das cuenta de que prefieres no sentirte llena y tenerlo al lado que anteponerte a ti misma y dejarlo ir. Bien mirado, más que egoísta, es patético.
Pero al final comprendes que las mentiras, incluso aquellas que intentan hacer feliz a la gente, pesan demasiado para las finas cuerdas que las sujetan; y terminan por caer por su propio peso. No te descubren… te descubres.
Pero todo esto no conseguía explicarme por qué tenía sed y por qué había vuelto al desierto. Recordé aquel mundo que no era el mío y aquella felicidad que no habría sabido encontrar de otra forma.
Sí, ya lo entiendo. Tengo que empezar de nuevo.